Ixtar y el hijo de Israel
Para quienes saben que el Amor es más poderoso que el tiempo
El sol caía como fuego dorado sobre las aguas del Mediterráneo, en las tranquilas playas de Naharía.
Era un atardecer más para los turistas y paseantes, pero no para Avner.
Él caminaba solo, descalzo sobre la arena húmeda con la mirada perdida en el horizonte.
Había pasado una semana complicada en su trabajo como ingeniero en Haifa y venía al mar a encontrar un poco de paz, sin embargo ese día, algo distinto flotaba en el aire, una brisa tibia traía consigo un aroma antiguo, como incienso y sal.
Fue entonces cuando lo vio…
El barco avanzaba silencioso impulsado por una enorme vela con un símbolo pintado que Avner nunca había visto, de pie, en la proa, una silueta femenina destacaba prominente, su cabello caía como cascada oscura y espesa hasta la cintura, su piel tenía un brillo dorado.
Los ojos de Avner encontraron los de Ixtar.
Ella vino hacia él cabalgando la espuma, no nadó ni caminó, no se mojó… flotaba… etérea… pura.
Sus ojos parecían contener las tormentas y cielos de miles de años.
Avner sintió un escalofrío, sabía que toda su vida había sido una preparación para ese momento.
Avner habló… “Soy Avner, hijo de Israel”.
“Soy Ixtar… estoy recordando…”
Su hebreo tenía un acento imposible de ubicar, como si fuera de otro tiempo… vestía un manto azul profundo y de su cuello pendía un medallón con la estrella de ocho puntas.
Nervioso, porque comprendía la grandiosidad del momento, Avner se rió, …la Diosa?
La reina, la que navegó estas aguas cuando el mundo era joven, cuando las torres de Tiro y Sidón se alzaban orgullosas.
He caminado entre los siglos, viajando con las olas hasta aquí… Naharía, hija de las antiguas tierras de Canaan.
Hablaron durante horas, mientras el cielo se teñía de violeta y las estrellas comenzaban a encenderse.
Ixtar le contó de los días en que las naves fenicias surcaban los mares, del templo que se alzaba entre Akko y el río Belus -al que hoy llaman Nahal Naaman- donde el vidrio nació de la madre arena y el padre fuego.
Avner le habló del Israel moderno, de los kibutzim, las start-up, de las heridas de las guerras y los sueños de paz.
Y en medio de historias, risas y silencios, miradas profundas, nació algo más fuerte que el tiempo: el AMOR.
Ambos sabían que aquello era imposible.
Ella, un suspiro eterno entre las arenas de la historia.
Él, un hombre anclado en su tiempo.
Pero en las playas de Naharía, donde las olas y la espuma traen secretos de civilizaciones pasadas, el Amor no entiende de límites.
Ixtar prometió regresar, cuando el viento del oeste soplara fuerte y el mar brillara bajo la luna llena.
No soy de este tiempo -susurró ella- pero el amor… el amor no pertenece a ningún siglo.
Avner la vio desaparecer entre las olas… su figura disolviéndose entre espuma y luz plateada.
Los días pasaron, Naharía cambió, los hoteles se alzaron junto a las dunas, las cafeterías se llenaron de turistas y las voces modernas cubrieron las viejas canciones.
Pero el mar… el mar nunca olvida.
Cuando la luna brilla plena y el viento trae ese perfume que no pertenece a este siglo… ella regresa.
Ixtar camina por la orilla y a su lado Avner.
Él… el hombre que eligió amar sin importar el tiempo ni la lógica.
Ella… la reina fenicia que decidió cruzar el umbral entre los siglos… por él.
La gente los ve pasar… y no los reconoce.
Pero el aire, la luna y el mar… SÍ.
Porque cuando dos almas se encuentran más allá del tiempo, ni el olvido ni los dioses pueden separarlas.
Y así, en las playas de Naharía, entre la espuma y la historia, el AMOR sigue vivo.
Carlos Grimberg
Nació en Buenos Aires, Argentina. Actualmente reside en Naharía, Israel